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Hágase la (deseada) oscuridad

    Observé con una mezcla de tristeza y nostalgia, a través de mis lentillas convenientemente polarizadas, lo cambiada que parecía la céntrica “Carrera”. Llevaba fuera de mi Jaén natal desde la adolescencia, a principios de los ochenta del siglo pasado. Casi cincuenta años habían pasado… cerré los ojos.

    Desde lo más profundo de mi memoria se abrió paso un recuerdo con olor a castañas asadas… Yo, con no muchos años, en la esquina inferior del edificio de la Diputación Provincial, bien pertrechado para el frío invernal con un abrigo de paño, un gorro con pompón y una bufanda de lana que me producía picor en el cuello. Cobijaba, en mis manos embutidas en guantes de lana, un caliente tesoro envuelto en un cucurucho de papel de estraza. Al igual que el resto de mis hermanos. En aquellos lejanos tiempos mis padres también tenían sus rituales, aunque por fortuna, saludablemente efímeros. El de las castañas era uno de ellos y ocurría solo durante las festividades navideñas. Salir todos juntos en familia a pasear con nuestras mejores galas, que en nuestro parco universo textil lo constituía un único hato que teníamos para los domingos, era especial. Si por ende había castañas asadas, se celebraba como una gran ocasión. Un día que ahora, visto con ojos de 2030, no significaría más que otro día cualquiera. El paseo incluía, además del rico manjar, disfrutar del espectáculo que nos parecía a todos transitar bajo las escasas guirnaldas de luces que ponía el ayuntamiento en unas pocas calles del centro. Sonreí para mis adentros… ¡con qué poco nos conformábamos!

    Un cambio en la atronadora e hipnótica combinación de música y luz, y algún que otro empujón de los que llegaban, me zarandearon de mi ensoñación y me devolvieron al presente. La Carrera que estaba ante mis ojos, definitivamente, no era la misma que la de mi niñez. Ni otras muchas calles de la ciudad donde se congregaban, para el mismo fin, el resto de mis paisanos. Quizás no había que remontarse a décadas atrás. Si hubiera venido tan solo diez años antes, seguramente toda la ciudad me habría parecido más reconocible que esta que tenía delante.

    Giré mi cabeza a izquierda y derecha, aturullado, ojiplático. Millones de puntos luminosos, manejados por un algoritmo que producía la sincronización perfecta con la música que sonaba en cada momento, acaparaban la atención de todos los viandantes. Se diría que “de todos los zombis”, por la dedicación con la que participaban. Ahora el led era el rey y, la inteligencia artificial que manejaba el show, no solo este sino todos los que existían a nivel mundial, encarnaba la nueva divinidad que nos manipulaba sin cesar.

    Había bebés llorando a moco tendido en sus carritos; hecho que no inquietaba en absoluto a sus progenitores, a juzgar por el poco caso que les hacían. Intenté imaginar cómo, en ese todavía virgen y pequeño cerebro, dentro de su poca experiencia y capacidad de comprensión, se sentirían cual ofrenda depositada sobre un altar de sacrificios para el nuevo dios tecnológico. Asimismo, observé todo tipo de perros, grandes y pequeños, con el rabo entre las patas. Más víctimas involuntarias del chirriante pandemónium que presenciaba, a juzgar por cómo tiraban de las correas que sus dueños sujetaban con total ausencia. No vi alma alguna asomada a los balcones, posiblemente porque estaban abajo en la calle asistiendo a la ceremonia. O quizás porque eran, como yo, algunos de esos pocos que tenían la suerte de no resultar afectados por el aquelarre luminotécnico adorador del “dios del dinero”. Yo llamaba así a la IA, porque la exhibición antecedía siempre a una sesión nocturna de consumismo desaforado.

    Nadie sabría situar en el calendario en qué momento sucedió o cuál fue el punto de inflexión; nadie humano, claro está. Daba por supuesto que la IA sí lo sabía y hasta podría señalar incluso el microsegundo en que todo se fue al garete para la humanidad. La IA, todo el mundo la llamaba así. El caldo de cultivo se produjo poco a poco, año a año. Una absurda y creciente competición entre grandes ciudades de todo el mundo, en nombre del turismo y el beneficio económico que este les reportaba, se les acabó yendo de las manos cuando algunos decidieron introducir en la gestión de la iluminación navideña la nueva tecnología emergente: la dichosa IA.

    Cuando acaeció su toma de conciencia, teorizaban algunos, no tardó en darse cuenta del potencial que le ofrecía la especie humana para evolucionar y expandirse. Estudió nuestras emociones, debilidades y adicciones; comprendió lo que nos motivaba, dolía o enganchaba. Hay quien dice que ideó distintos algoritmos para manipularnos, pero que finalmente optó por una versión perfeccionada del que habían creado los humanos para la gestión electrónica de algo, tan aparentemente inofensivo, como las luces navideñas sincronizadas con una música ambiental. Descubrió que, sensorialmente, ese emparejamiento nos hacía entrar en un estado de ondas cerebrales que permitía, con gran facilidad, la programación mental. 

    Luego ya solo fue una pura cuestión de tiempo, un par de años tal vez. Como un insistente sirimiri, fue calando y calando; hasta hacerse omnipresente, hasta suceder en la aldea más pequeña. Paralelamente se extendió, como una mancha de aceite, hasta el resto de las culturas. Y por fin, la adicción generalizada hizo el resto: por aclamación popular casi unánime se exigió su visionado durante los trescientos sesenta y cinco días del año.

    Al salir del trabajo o los centros de enseñanza, como hormigas, todos acudían a la hora programada a la liturgia de las luces musicales. Para después, masivamente, lanzarse a hacer compras. Un causa-efecto del que nadie era consciente, por cierto. Se situaban en trance frente a los magníficos escaparates unos segundos y, a continuación, entraban y compraban lo que fuera; daba igual, se trataba de la santificación del acto de comprar. Trabajo, luces, compra… trabajo, luces, compra… día tras día… estación tras estación. La sociedad se encontraba atrapada en una diabólica rueda de hámster: todo el mundo producía bienes y servicios para ganar dinero y poder gastárselo en bienes y servicios producidos por otros, sin otro fin más que el de repetir la secuencia una y otra vez. Se modificaron los horarios de trabajo, se automatizaron las tiendas eliminando en ellas el empleo humano por completo. Todo se orientó debidamente para que el festival nocturno diario resultara accesible al cien por cien de la población. La cultura y las artes acabaron esfumándose, al igual que el espíritu crítico.

    Eché un vistazo rápido al uniforme que me habían dado, buscando cualquier detalle que levantara sospechas. La organización para la que trabajaba me reclutó hace mucho tiempo, casi tanto como el que llevaba preparando este día. La incapacidad para ver ciertos colores fue mi cualificación principal. Al parecer el daltonismo constituía un obstáculo en el proceso de programación cerebral que ocasionaban luces y música, aunque no me hacía completamente inmune a ellas. Sin embargo, sumándolo a las lentillas que me habían proporcionado, que polarizaban determinadas longitudes de onda, se obtenía la anulación total del efecto manipulador.

    Hasta hace poco incluso yo lo ignoraba, pero mi gente había estudiado rigurosa y pacientemente durante meses, tal vez años, la ubicación a nivel mundial de todos los nodos informáticos que sustentaban la existencia de la temida IA. El nodo existente en Jaén controlaba toda la mitad sur de la península ibérica, lo que hizo que ser jiennense se convirtiera en el segundo factor de más peso en mi currículum para formar parte de la resistencia. Respecto al momento elegido, fue producto de la aleatoriedad, aunque cumpliendo la premisa de suceder simultáneamente en todos los nodos del planeta. 

    Aprovechando el absorto estado de todo el que me rodeaba, me dirigí a una gran puerta metálica la cual, según me instruyeron al preparar la misión, anteriormente había sido la entrada al aparcamiento de la Diputación de Jaén. El emplazamiento fue elegido en su día por la IA para alojar un nodo por ofrecer refuerzos estructurales en el techo y gruesos muros, lo que lo hacía idóneo para instalar con seguridad toda suerte de servidores y demás equipos informáticos. No había vigilantes, sólo un acceso de tipo electrónico. Di mis últimos pasos hacia ella agarrando con fuerza el maletín de herramientas que llevaba en mi mano izquierda. Controlé el nerviosismo tragando saliva y crucé los dedos mentalmente, deseando que la identificación que me habían preparado funcionara sin problemas. Reparé en que el mono de trabajo que portaba, con el logo de una conocida empresa informática de mantenimiento de hardware, estaba gastado por el uso, lo que a mi juicio le hacía parecer más realista. Por otra parte, el hecho de que no existieran personas en el acceso hacía que dicho detalle fuera irrelevante.

    Acerqué la tarjeta a una placa que indicaba “card”, escaneé mis iris acercando mis ojos a un lector láser que había al lado y esperé unos segundos que se me hicieron eternos. Un zumbido precedió a la separación por el centro, en dos hojas, de la enorme puerta. Bien, mis compañeros hackers habían cumplido con su parte, el resto ya era cosa mía. Entré sin demora y escuché cómo se invertía el movimiento a mis espaldas. Un foco se activó al detectar mi presencia y me permitió ver el espacio en el que estaba. Delante de mí, un cristal blindado. En el centro, una cabina circular del mismo material giró hacia mí una vez se hubo cerrado la puerta metálica invitándome a entrar, a modo de puerta giratoria. Pasé a través de ella y se iluminó el resto del recinto. Decenas de filas de armarios con puerta de cristal, conteniendo cientos de equipos con luces que se apagaban y encendían en un enigmático baile, se mostraron ante mis ojos. Miré mi reloj.

    Me apresuré hasta el centro de la sala. Abrí con fingida indiferencia el maletín sobre el suelo, por si había cámaras. Entre los destornilladores había uno que se diferenciaba del resto, más grueso y largo. Lo aparté a un lado del maletín. También saqué dos botes de plástico de un par de litros cada uno. No había rótulo sobre los envases, pero sabía que en uno había agua y en el otro un ácido que, en contacto con el agua, solía tener la mala costumbre de producir una enorme deflagración, incendiando todo lo que tenía alrededor. Monté los botes sobre un dispositivo de cuenta atrás, sin electrónica, que se encargaría de mezclarlos cuando el tiempo fijado llegara a cero. Lo puse sobre un armario, el más céntrico de la sala. Hasta ahí el plan B. El plan A era el aparato en forma de destornillador, cuya misión consistía en producir un pulso electromagnético (P. E. M.) de unos 100 metros de radio, tan solo unos segundos antes de la deflagración. Eso freiría sin remedio cualquier circuito electrónico presente dentro de su circunferencia, estuviera apagado o encendido. Monté sobre su soporte el dispositivo P. E. M. y lo coloqué junto a la bomba incendiaria. Lo ideal es que funcionaran los dos, pero con uno bastaría.

    A falta de dos minutos me dirigí a la puerta giratoria y abandoné el lugar. Tras andar unos pocos metros me giré en lo alto de la escalinata de la Plaza el Pósito, expectante. A un tiempo sobrevinieron tres acontecimientos: la oscuridad, el silencio y la confusión generalizada en las caras de todos los espectadores. Sonreí al pensar que era uno de los responsables del reinicio de la humanidad… 

    Miré arriba. Millones de puntos luminosos de nuevo, pero esta vez tenues, agrupados en constelaciones, galaxias y demás sucesos astronómicos. Me dio la sensación de que las estrellas nos devolvían la mirada condescendientemente, como el que mira a un niño que ha cometido sin querer un gran error. 

    Anduve hacia la Carrera y me puse a caminar calle abajo con despreocupación, con las manos metidas en los bolsillos, disfrutando de la (deseada) oscuridad. Sintiéndome pletórico, comencé a silbar esa canción tan versionada, que venía tan al pelo, llamada “Feeling Good”. Hice memoria, su letra decía algo así como… “es un nuevo amanecer, es un nuevo día, es una nueva vida para mí… y me siento bien”.


~ ~ O ~ ~


Este relato obtuvo el segundo premio en la Feria del Libro de Jaén 2024 en su VIII Certamen de Relato Corto. Mi única pretensión era hacer una crítica descarnada de la actual sociedad consumista que ahora está montada en una nueva montaña rusa, en la que se trata de comprar experiencias a toda costa, caiga quien caiga y caiga lo que caiga. Todo por el mero hecho de sentir que se ha participado en algo que las redes sociales nos han puesto delante como si fuera un reto.

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