Según supe después, era una típica sobremesa de julio en Jaén, aunque en casi cualquier otra parte supusiera sentirse como en el mismísimo horno de la bruja de Hansel y Gretel.
Tras una opípara comida en el casco antiguo de la ciudad, lleno de establecimientos con todo tipo de tapeos y platos deliciosos, callejeando por las juderías, en total soledad dada la canícula, vine a parar delante de un monasterio.
Era, según rezaba el
totem turístico que lo precedía, el Real Monasterio de Santa Clara, fundado por
Fernando III “El Santo”. No sé si fue simple curiosidad o también me empujó el
ver a través del portón un patio apeteciblemente fresco. Nada más pasar al
interior sentí un inmenso alivio al poder huir de la flamígera calle durante
unos minutos.
Curioseé los distintos
rincones: aquí lo que parecía la entrada a una iglesia, allá otras entradas a
dependencias del recinto, en el centro un gracioso jardincito con una virgen… Anduve
al frente y me introduje en una estancia vacía en la que, como un poderoso imán,
un típico torno de convento llamó mi atención. Fue entonces cuando tomé
conciencia de que una suave música salía a través del torno… órgano, flauta, no
podía definir el instrumento, pero de alguna manera era lo que me había
atrapado desde la calle casi sin percibirla. Sólo oía las notas musicales y mi
respiración, cayendo en una dulce ensoñación. De pronto una puerta se abrió
lentamente en el patio desde el que había accedido, haciendo un tétrico
cacareo. Y la melodía cesó. Mi cerebro necesitaba escucharla de nuevo, así que con
presteza salí al patio para preguntar por ella, pero no había nadie, sólo una
puerta entreabierta tentándome a buscar a quién era capaz de hacer sonar tan
evocadoramente un instrumento.
Pregunté varias veces, al
principio bajito, luego elevando la voz, pero nadie contestó. Era pobre
justificación, pero la falta de respuesta hizo que me decidiera a entrar y
buscar hasta que encontrara a alguien que me llevara ante la autora de tan
singulares notas. Pasé haciendo chirriar de nuevo los viejos goznes, estaba
oscuro. Esperé a que se me acostumbraran los ojos a la pobre luz y avancé por
un pasillo que iba girando siempre a izquierda y en el que tan solo había unos
pequeños orificios en lo alto de la pared que iluminaban bien poco. Tras unos
30 metros más o menos llegué a otra puerta. Me disponía a llamar con los
nudillos cuando sentí, más bien presentí, a alguien a mis espaldas. Después, un
golpe en la nuca y casi de inmediato, me desplomé pesadamente al suelo.
Volvía a oír de nuevo la
melodía, esta vez más cerca. Era un órgano, sin duda. Abrí los ojos, pero no
veía mucho, me habían colocado en la cabeza una especie de tela con hilos
gruesos y trama poco densa. Estaba sentado con la espalda apoyada en una
piedra, no, una fuente, se oía un chorro caer en el agua tras de mí. Las manos
parecían atadas, delante, aunque no notaba cuerda alrededor. Intenté ponerme en
pie, pero las piernas no me respondían. Intenté ver a través de la tela lo que
me rodeaba… ¡Era un claustro, claro! Sonaron muchos pasos de pronto frente a
mí, entreví varias figuras de negro que cuchicheaban algo ininteligible, nadie
se acercaba, pero las veía ir de un lado para otro con agitación. Empezó a
crecer una inquietud en mi mente: me sentía como una presa cazada. Grité un
“eh” y provoqué un inmediato silencio. Pregunté casi chillando por qué me
tenían atado, qué querían hacer conmigo, pero nadie me respondió… la mezcla de
la calidez que me hacía sentir la música y el miedo que empezaba a crecer en mí
me confundían, era como una droga que me impedía intentar siquiera rodar sobre
mí mismo.
La música cesó de golpe
con un disonante final. El oprimente silencio se hizo casi material. Las
figuras vestidas de negro se apartaron de pronto y pude ver a una figura blanca
dirigirse directamente hacia mí. Se agachó y me miró acercando su cara a la mía…
¡Dios! ¡No tenía cara, sólo creí vislumbrar unas cuencas oscuras y vacías!
Sentí como el frío se apoderaba de mi cuerpo a la misma vez que ella iba poco a
poco acercándose, mi corazón latía como un caballo desbocado, no quería mirar,
pero me arrancó súbitamente el trozo de tela de la cabeza… ¡Oh, Dios! ¡A pocos
centímetros de mi cara tenía la calavera de una monja mirándome! Noté cómo el
frío me recorrió la columna vertebral de arriba abajo, haciendo un inmenso
esfuerzo aparté la mirada y susurré una breve oración que me enseñaron cuando
hice la catequesis y que no había rezado durante décadas: “Dios mío, protege a
tu fiel creyente y libéralo de todo mal”.
En un mar de sudor, por
primera vez en horas, me sentí a salvo. De un segundo a otro, tras el breve
rezo, todas las figuras desaparecieron, incluida la nefasta monja de blanco. Sólo
oía mi respiración entrecortada y mi corazón seguramente a más de 180
pulsaciones por minuto, me miré las manos y no había nada que las sujetara. Ni
a mis pies. Intenté levantarme y esta vez sí pude. Encontré una puerta y, con
más miedo por lo que dejaba atrás que por lo que pudiera encontrarme, fui hacia
ella y acabé saliendo al patio donde estaba la virgen. Desesperado, salí a la
calle gritando y pidiendo ayuda hasta que varios vecinos, asustados por el
jaleo, bajaron a socorrerme. Les conté lo que me había sucedido, pero no
reaccionaron como esperaba. Se miraban unos a otros, pero no se decían nada…
Por fin, el que parecía más viejo, se dirigió a mí con parsimonia y hablándome como si fuera un niño pequeño, me explicó algo que heló mi sangre:
-¡Joven, este monasterio lleva mucho tiempo vacío, las últimas monjas lo abandonaron hace medio siglo, ahora es sólo un monumento!-
~ ~ O ~ ~
Escrito en agosto de 2021. Publicado en el diario Viva Jaén de 27 de septiembre de 2021 en el marco de las II Narraciones Jahencianas y publicado posteriormente por Jaén Genuino en la antología III Narraciones Jahencianas.
2 comentarios:
Me gustó mucho cuando lo leí la primera vez y sigue gustándome. Para mí tiene el toque justo.
Muchas gracias, fue mi primer intento de relato. Agradezco tu valoración.
Publicar un comentario